Al hablar de los jóvenes y su relación con la tecnología, Gerardo no cae en el discurso alarmista. Reconoce que las pantallas no son enemigas, sino una realidad que puede usarse para el bien si se educa con responsabilidad.
La historia de Gerardo González Estrada no es la de quien decidió apartarse del mundo, sino la de quien fue aprendiendo a leerlo desde dentro, con una mirada espiritual y una vocación educativa. Su vida como laico consagrado del Regnum Christi se va contando en procesos de formación, en jóvenes acompañados, en decisiones que van transformando. ¿Cómo se sostiene una vocación durante más de tres décadas? ¿Qué puede enseñar la fe a una generación que vive detrás de una pantalla? Gerardo comparte una experiencia de vida marcada por el discernimiento, la educación y la esperanza, más como un testigo que como un modelo.
El eco interior de una llamada
Gerardo González habla de su vocación sin solemnidades. Su historia comienza en la Ciudad de México, en una familia profundamente católica, y continúa en los colegios donde se formó dentro de comunidades religiosas. Desde los trece años participó en elECYD y, más tarde, se asoció al Regnum Christi. En agosto de 1989 dio el paso que definiría su vida: consagrarse a Dios. No lo describe como un salto repentino, sino como un proceso sostenido por la gracia y el acompañamiento espiritual.
Durante nueve meses, cuenta, vivió un discernimiento que no fue lineal ni obvio. Fue necesario detenerse, mirar hacia adentro, reconocer las señales de la Providencia y dejarse guiar. Un sacerdote lo fue acompañando en este proceso, pero su experiencia va más allá del ámbito religioso: habla del tiempo como un espacio de maduración donde la decisión se vuelve respuesta y no impulso. «Solo quien se detiene a descubrir lo que Dios quiere para su vida puede experimentar la plenitud», afirma, con la convicción de quien va haciendo de esa búsqueda su vida diaria.
No se trata solo de una reflexión sobre la vocación consagrada. Gerardo insiste en que todo ser humano, creyente o no, necesita ese silencio interior para encontrarse con el propósito que da sentido a su vida. La fe, en su mirada, no es una imposición, sino una forma de descubrir la alegría más honda, esa que no depende de circunstancias ni logros externos.
Y aunque reconoce que algunas personas podrían incluso encontrar su camino sin guías, insiste en el valor del acompañamiento humano. «Dios se vale de otros para orientarnos», dice. La mediación, lejos de restar autenticidad, permite reconocer con mayor claridad lo que se busca. En su caso, fue esa compañía la que lo sostuvo en un proceso que, más que una decisión, se convirtió en una confirmación.
Gerardo insiste en que todo ser humano, creyente o no, necesita ese silencio interior para encontrarse con el propósito que da sentido a su vida.
El aula como espacio de encuentro
Actualmente, Gerardo es director de formación del IrishInstitute México. Su trabajo pastoral en colegios le ha dado la oportunidad de aplicar esa experiencia personal en la formación de los jóvenes. No desde el púlpito, sino desde las aulas, las conversaciones y los programas educativos. «Les ayudamos institucional y personalmente», explica. Las asignaturas de formación católica, las semanas vocacionales y los diálogos personales son espacios donde los estudiantes aprenden que la fe no es una “obligación”, sino una invitación a preguntarse quiénes quieren ser.
Gerardo reconoce que los desafíos de la educación actual son complejos. Habla con realismo de lo que ocurre en muchas familias: matrimonios en crisis, contextos inestables, padres ausentes. «La complementariedad educativa funciona mejor cuando hay coherencia en casa», señala. En su experiencia, los mejores resultados se logran cuando la escuela y la familia trabajan juntas; sin embargo, esa colaboración no siempre es posible.
A los retos familiares se suman los tecnológicos. Las redes sociales, dice, se han convertido en un terreno ambiguo: pueden formar o deformar. En ese contexto, educar significa enseñar límites, prudencia y sentido crítico. «Las herramientas digitales pueden elevar el aprendizaje, pero también ser un peligro si no hay guía cercana», advierte. En su opinión, los educadores y los padres deben actuar como brújulas más que como jueces.
Frente a una juventud hiperconectada, propone acercarse antes de corregir. «Primero debemos entrar en su mundo para entenderlo», afirma. Solo así, sostiene, se pueden reconocer los aspectos positivos y los riesgos de los medios digitales. El acompañamiento, otra vez, aparece como la palabra clave: educar no es imponer, sino acompañar con firmeza y empatía.
¿Se puede creer hoy con el dedo índice en la pantalla?
Al hablar de los jóvenes y su relación con la tecnología, Gerardo no cae en el discurso alarmista. Reconoce que las pantallas no son enemigas, sino una realidad que puede usarse para el bien si se educa con responsabilidad. «Los excesos nunca son buenos, pero también hay muchas posibilidades nobles y formativas en el ámbito digital», dice. Su insistencia está en enseñar la libertad responsable: aprender a elegir, no a huir.
Para Gerardo, la fe se transmite más con la presencia que con las palabras solas, más con la escucha que con los discursos.
Cuando se le pregunta si los jóvenes se han olvidado de Dios, su respuesta va más allá de las generaciones. «No solo los jóvenes, también la sociedad», afirma. La vida de oración, la misa dominical, los sacramentos, todo “parece” haber perdido presencia en muchos hogares. Sin embargo, también hay señales de renacimiento. En las obras educativas del Regnum Christi, asegura que hay un redescubrimiento de la fe viva, de la oración y de la solidaridad como caminos para volver a lo esencial.
Gerardo ve un equilibrio entre el diagnóstico de la realidad y la esperanza que nos da la fe. «No hay que quejarse de los tiempos, hay que entenderlos». No se trata de condenar, sino más bien de proponer. Y en ese sentido, la labor educativa se vuelve testimonio de una fe que no se impone, sino que se comparte.
El alma joven como espejo
Las anécdotas que narra Gerardo González van revelando el corazón de su misión. Son esas historias de transformación. La primera ocurrió durante unas misiones de Semana Santa, cuando un alumno de preparatoria, al ayudar llevando la comunión a una anciana moribunda en condiciones precarias, descubrió su vocación consagrada. Aquella experiencia —dramática, sencilla, profundamente humana— sembró en el joven el deseo de dedicar su vida al servicio. Hoy, ese mismo alumno está feliz consagrado a Dios.
La segunda historia viene del país de Chile. Un joven alumno, constante en su asistencia diaria a misa, fue discerniendo, con ayuda y acompañamiento, su llamado al sacerdocio. Gerardo lo vio crecer, rezar, decidirse. «Me sorprendía su fervor juvenil y muy atento», recuerda. Con los años, el muchacho fuecolaborador del Regnum Christiy, finalmente, un religioso en formación. En ambas historias, el educador se reconoce también como aprendiz: «Habitualmente aprendo de los jóvenes enseñanzas para la vida».
Las dos anécdotas condensan cómo ve la esencia de su trabajo: sembrar sin esperar resultados inmediatos, confiar en que cada encuentro puede dejar una huella. Para Gerardo, la educación es tanto un acto de fe como de paciencia.
Y quizá ahí radica la experiencia que va dando sentido a su vida consagrada: la certeza de que la fe se transmite más con la presencia que con las palabras solas, más con la escucha que con los discursos. Y el recorrido de Gerardo va mostrandotambién que la vocación no solo se define por un momento, sino por la constancia del servir, acompañar, discernir y esperar, lo que solo se va dando cada día.